18 abril, 2024

Por Midsoul Wolf – escritora

Martín Camps es un viajero urbanita. Lo demuestra inequívocamente en “Horas de Oficina” (Niram Art, 2013), novela que, además de pertenecer al género campus, podríamos inscribirla en la literatura de viajes, pues ésa parece ser también la intencionalidad de la obra. Así lo declara al final del libro: «El viaje no sólo ilustra, nos ofrece la oportunidad de ensayar otras vidas, cómo hubiera sido nuestro destino si tuviéramos que morar en una de estas ciudades. De seguro que terminaríamos odiándola como si fuera cualquier otra ciudad, lentamente se va uno enclaustrando en grupos de amigos, en bares, restaurantes que componen lo cotidiano, barrios y nos convertimos en ciudadanos de unos cuantos lugares de una ciudad que representa el trabajo, la rutina, la normalidad». Es la descripción más exacta de la emoción singular de todo viajante, turista u ocasional, que pisa por primera vez ese lugar nuevo a sus ojos, aunque gastado para los habitantes de allá. La sensación que obliga por unos instantes a contemplar la tierra propia de la que se parte también con la posibilidad de lo por descubrir vitalmente. No sólo es una ilustración de conocimiento artístico, cultural, arquitectónico, sino también la experiencia de una cotidianeidad, la virtual eventualidad de ser testigos de otra rutina y otro día a día, de la manera de vivir las mismas veinticuatro horas en espacios distintos.

El protagonista de “Horas de Oficina”, un graduado en camino de la docencia, inicia un viaje con extremos en Ciudad Juárez y Madrid, con escala en México D.F., el Estado de California, la ciudad de Nueva York, el Estado de Florida y la ciudad-condado de Jacksonville, o nuestra ciudad salmantina.

Primero, la salida de México con ése «ahí les dejo México» seguido de la referencia bíblica «pasó, no volvió la espalda, como si atrás quedara una tormenta de fuego divino, no cayó en la tentación de la mujer de Lot, no quiso ser consumido por la sal de la nostalgia», forma curiosa de expresar quien abandona la tierra patria en busca del American Dream. La descripción del Estados Unidos frío, en continua huida del calor humano y la relación social, aunque soberbiamente dedicado al ojo en la mirilla, donde el transeúnte o hace honor a la palabra o es inexistente, el Estados Unidos irreal, el del espacio escénico de miles filmes… es el segundo paso, con las siempre odiosas comparaciones, y sin embargo, siempre imprescindibles para formar la idea: «La noche californiana estaba clara con algunas estrellas, nadie en las calles, solo autos, autos por todos lados, a toda velocidad. Caminar era una costumbre que aquí no existía, eran un desperdicio esas banquetas tan derechas y limpias. En México caminar era una proeza, un peligro, se podía caer en un bache sin fondo, pero aquí hasta las banquetas estaban iluminadas. (…) Caminó por las calles cercanas a la universidad donde los edificios de apartamentos no eran escasos. La mayoría de estilo californiano, con su alberca en medio, una alberca limpia pero siempre vacía, ¿quién iba a tener estómago de bañarse frente a las miradas de todos los vecinos? Los vecinos aunque parecía que nunca salían, siempre tenían un ojo en las rendijas de las persianas y las orejas muy atentas a cualquier cambio en el edificio, era como una vecindad en medio de Tepito, pero muy limpia y ordenada, todos manteniéndose al margen de los demás». O si reparamos en Nueva York: «para caminar en la calles de NY hay que caminar rápido, sin quitarse, si alguien se pone a ceder el paso, entonces se jode, lo arrollan los carros, los transeúntes, los que de verdad tienen prisa. Había que apretar el paso aunque sólo fuera a pendejear por las calles». En resumidas cuentas, como sintetiza a colación de la ciudad de Jacksonville (Florida): «El norteamericano prefiere no salir de su casa, únicamente cuando es una necesidad de ausencia de comida en la alacena o en el refrigerador. Nada que los aleje del calorcito de la televisión».

Nueva York es para Martín Camps la ciudad de Gulliver, pensado desde las pantallas gigantes de Times Square y los rascacielos de Manhattan: «Se detuvo en Times Square, ese eje de asunciones multicolores y televisiones tamaño Gulliver que han hecho historia en el cine. Después caminó al Parque Central, había nieve, esquiadores en un cerco de hielo, muchachas bellísimas en suéteres blancos con guantes blancos, gorros blancos y pantalones de mezclilla, altas como si imitaran a los edificios». Es una ciudad que «parecía tan joven a las 8 como a la medianoche» y que en la mañana «se movía con ritmo de una rutina exacta; moverse, el que no se mueve se estanca y muere en una alcantarilla, hasta los mendigos tenían que ser creativos, renovarse. Hay mendigos en NY tan industriosos como concejales en ciudades del Medio Oeste». Ni el pedigüeño, tan estático como es en el resto del mundo, quietecito en su trozo de acera mendigando monedas desde su lástima, es lo mismo en Nueva York, sino que ha de ganarse el pan desde la originalidad, como si la mendicidad fuera oficio bajo el signo del Empire State y el Edificio Chrysler, como una empresa que si no renueva, quiebra y desaparece. Nueva York es pues luz, color, altura y movimiento rítmico. Pero también es reflejo de una escasa filantropía mundial a pesar de albergar buena parte del peso y la riqueza del mundo: «Llegó hasta la Bolsa de Valores, el lugar de los alquimistas que dirigían la compleja economía norteamericana, allí se jugaba el futuro de todo, se intercambiaban sumas en un día que podrían eliminar el hambre y la pobreza del mundo. (…) En el cuarto las cortinas estaban abiertas y daban hacia una espléndida vista de Nueva York en la noche, los taxis, las luces de los otros edificios donde vivían los más ricos de la Tierra en apartamentos de millones de dólares, pudo ver el resplandor de televisiones enormes en esas ventanas, vio algunas sombras que caminaban lentas de seguro con una copa de vino en la mano» mientras que sus paisanos sobreviven: «en cada restaurante los trabajadores emigrantes, mexicanos de Puebla, lavando, limpiando, preparando pizzas, sushi, pho, bagels, todo», donde ese todo casi parece querer decir todo de lo que no se ocupan los neoyorkinos de la copa de vino y la televisión panorámica.

Acto seguido de presentarnos el mundo californiano y el neoyorkino, nuestro autor establece una comparación literariamente extraordinaria entre ambos: «La diferencia entre CA y NY era la tensión de ciertos músculos en el cuerpo, mientras más hacia la costa Este los músculos perdían su flexibilidad, sobre todo los de la cara, hacia el Oeste los músculos se relajaban, también los peinados, menos fijador de cabello, menos perfume, menos ropa, meno presencia de los padres. El Oeste es la casa que forjaron los hijos que salieron del Este y del Medio Oeste para huir del cemento endurecido de las relaciones humanas». Casi como una evolución del comportamiento social y una línea generacional, Camps traza ese paralelo imaginario de Estados Unidos que distingue al sofisticado neoyorkino del playero californiano como tipos generales.

Para el efecto de irrealidad, como tercer paso, aprovecha el escritor un necesario retorno del protagonista a México, a su lugar natal, contraste en el que «después de estar en Estados Unidos, al regresar a México los objetos parecían más serios, como si todo el entramado de la realidad mexicana, de las paredes, de los espejos, la madera, pero sobre todo la luz, estuviera ambientada en otro lugar y tiempo». Frente al color, la luz, la prisa, el movimiento, la ciudad de Gulliver, el cine, la danza de bellas mujeres de blanco patinando en Central Park, el lugar de uno resulta más real que nunca, y más grave, desenganchado espacio-temporalmente del dreamland desde el que se viene, con esa vaga sensación de volver del futuro y su extraña configuración.

«Las calles de Juárez tenían ese olor fresco que dura por poco tiempo antes de que el sol encienda sus hornos y la ciudad empiece a calcinarse lentamente como una Sodoma en el microondas», retorna Camps a la descripción bíblica, como si el sol en el norte mexicano fuese más infernal, más doloroso, más castigador que el sur estadounidense a pesar de que «el sol veraniego del norte de México es el mismo que el del sur de Estados Unidos». Los mundos y atmósferas sociales que separan las fronteras políticas no los separan ni la geografía ni el clima, como si respondiera Martín Camps con un rotundo no la pregunta de Juan Ramón Jiménez «¿Y el sol y la luna / dando en lo distinto?».

Aquí tampoco evita el novelista la comparación, en lugar de Este-Oeste estadounidense («Me he detenido en Princeton, en Harvard, en Yale, en Austin, en Stanford, de Este a Oeste» comenta el Tutor en un momento dado), desde el eje Norte-Sur mexicano: «El D.F. no era como el Norte, en el D.F. estaban las universidades, las bibliotecas, las librerías, los conciertos, los eventos culturales, allí y sólo allí es donde sucedía la culturilla mexicana. (…) Se subía al metro y en una hora estaba sentado escuchando a la intelectualidad. En Ciudad Juárez no había esos lujos. (…) Había que estar en el D.F. para conocer a los actores culturales, después de todo México funcionaba por fuerza centrípeta. (…) Sólo aparecían en las antologías los que figuraban en el horizonte chilango, los demás estaban fuera, en el desierto, uno que otro era un oasis, pero había que estar allí para “conectarse”». Aquí no existe ese paralelo imaginario, sino círculos concéntricos hacia un núcleo del que hay que estar lo más próximo para ser alguien. Estar dentro de lo que sarcásticamente Camps denomina culturilla, en diminutivo, si bien en la tierra de las oportunidades: «Veo los museos, la cultura que se forma alrededor de las universidades, los negocios que crecen como hongos, los bares. Nunca he visto tantos bares como alrededor de la universidad en Gainsville, un bacanal se forma allí los fines de semana. He visto a jóvenes volver el estómago como si fueran hidrantes de vómito abiertos a toda potencia. He visto a jóvenes en Maryland salir en las calles del Halloween como si por una noche se hubiera convertido en un lupanar de ninfas y zombis. He visto establecimientos de cereal, único alimento de los jóvenes. He visto incendios de maderos en Michigan. He visto bibliotecas flagrantemente vacías en Alabama». No parece casual, sino irónicamente intencionado, el similar tono de este monólogo del Tutor con el archiconocido de Rutger Hauer en Blade Runner.

Para finalizar, un cuarto paso en el itinerario de la novela nos lleva a España, a Salamanca y, sobre todo, a Madrid, casi como una solución a los desequilibrios descritos en el continente americano —permítanme el largo extracto, que no tiene desperdicio—: «España es como una Tijuana limpia para los americanos. Es un lugar donde los gringos pueden hacer de las suyas en paz. Las jóvenes se visten lo más llamativas que pueden, vestidos de noche cortísimos. (…) España tiene peso en el imaginario turístico norteamericano. Y tienen razón, España es como aterrizar en un planeta de un sol benigno, de un sol incansable y un cielo azul generoso. (…) En Madrid, como en otras grandes ciudades del mundo, la noche no parece acabarse nunca, la gente está afuera feliz de ver a otra gente afuera y nadie quiere irse para sus casas. La vida está en las calles y quisiera uno quedarse a practicar el deporte de la mirada, admirar los cuerpos lindos, los no tan lindos, la gente tomando una cerveza en la calle, los vendedores, los públicas de las discotecas, los cantantes, las estatuas inmóviles. (…) Madrid es una ciudad que no se acaba, podría uno estar toda la vida en ella y seguir teniendo hambre de ella, de sus calles, de su gente en la calle, de su comida, de los rinconcitos milagrosos que esconde. Una ciudad así exige mucho tiempo para el ocio, para la exploración, para salir y beber, requiere de seis riñones para sostener un tren de vida de esa naturaleza, riñones jóvenes». No hay nieve ni frío, el sol calienta pero no abrasa, la vida se hace en la calle, día y noche… un planeta diferente al otro lado del charco, un punto intermedio muy vívido para Martín Camps, que resalta todo lo anterior de nuestra ciudad bajo la cercanía del diario en primera persona, incluso por encima de Museos como el Prado o el Reina Sofía, pues, como empecé reseñando «el viaje no sólo ilustra, nos ofrece la oportunidad de ensayar otras vidas», ya sean la californiana, la neoyorkina, floridana, la salmantina o, como parece subrayar —quizás opción personal de quien escribe tras leer a Martín Camps—, la madrileña.

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