Uno de los artistas españoles que, desde los ochenta, viene dedicándose con mayor ahínco al trabajo analítico en torno a la pintura (cómo tratarla, con qué perspectivas utilizarla, cuáles son sus límites desde un punto de vista formal) es el barcelonés Miquel Mont, que reside desde aquella década en Francia y viene protagonizando muestras periódicas en museos y galerías de nuestro país; la próxima la abrirá, el próximo 20 de febrero, el Centro José Guerrero de Granada.
Si en sus inicios, en esos ochenta y en los noventa, se centraba en el estudio de la densidad posible en los lienzos, convirtiendo los suyos en objetos prácticamente tridimensionales, paulatinamente sus obras fueron ampliando sus formatos, como si buscara Mont fundirlas con el espacio alrededor. Su siguiente paso fue disociar la pintura en sí de su soporte, y nos presentó (en series como Lapsus) figuras geométricas de grandes proporciones, casi humanas, elaboradas en materiales industriales como pladur, cartón o DM junto a superficies del mismo tamaño que aquellas pintadas directamente sobre el muro: por un lado, mostraba en estos proyectos la rudeza sin aditivos de los materiales que solía emplear (la austeridad es uno de los sellos de su trabajo); por otro, reivindicaba una independencia de este arte respecto a su base constante, por más impersonal que aquella fuera.
Cuando el soporte perdió esa primacía, la ganó en su producción el gesto, y en el camino el proceso, pues al llamar nuestra atención sobre papeles pegados, trazos de pigmento y diversos materiales superpuestos parecía Mont recalcar la importancia de cada una de las fases de sus caminos creativos. Algunos, por cierto, le llevarían a reclamar la posibilidad del desarrollo de formas sin contenido, en cuyas construcciones se valía de peanas de madera, imágenes impresas en blanco y negro o bastidores de metal, elementos que escogía específicamente para que dicho trasfondo de las composiciones no nos resultase lo más relevante; otras sendas le conducirían a collages, estos sí cargados de contenido, pero ambiguo: habíamos de elegir entre atender a su carga ideológica o a la matérica, y esa percepción y meditación del espectador resultaba condición fundamental para completar aquellas piezas, desde la perspectiva del artista catalán.
Buena parte de estas composiciones pueden ser contempladas más como esculturas o como instalaciones que como pinturas en un sentido estricto, pero no es esta la ruta de Mont: concibe todas sus obras como cuadros, planteados como indagación en el lenguaje pictórico desplegado en el pasado, del que no es posible distanciarse pero en el que sí se puede investigar, con el fin de expandirlo. Y esa expansión tiene que ver con las cualidades táctiles del medio y con su sensualidad, que va más allá de la tela y de sus bordes y puede aplicarse, desde luego en una pared, pero también en el cine, en una fotografía, sin marco alguno o dentro de él.
Construir pintura hoy, para este autor, es deconstruir la anterior (sus soportes, su historia), de algún modo despintarla, acentuando lo que tiene de mueble.