19 marzo, 2024
Por Diego Vadillo López
 

Es la hora de la gestión ciudadana directa de lo político.

Lo anterior a priori puede resultar pretencioso, pero si se aducen motivos y procedimientos quizá ya no parezca necesariamente tan peregrino el asunto.

Hemos llegado a un momento en el que el imperio de lo telemático sobrevuela nuestro día a día con inaudita pujanza. Se mantienen las más irrelevantes conversaciones en tiempo real a través de los adminículos de última generación que están casi al alcance de cualquiera en la actualidad.

Según apuntan los sicólogos, las sociedades actuales se caracterizan por ser adictivas, no en vano las tentaciones que se ofertan se han ido multiplicando vertiginosamente. Parece ser que el ciudadano medio se acuesta y se levanta enganchado al Iphone de turno, y durante el día no han pasado más de quince minutos, desde la última vez, cuando se mira la pequeña pantalla que sujeta al usuario con un amplio abanico comunicativo, pues desde ahí hay acceso a todas las redes sociales que, a su vez, te mantienen en contacto con ingentes comunidades de usuarios de todos los puntos del planeta. Cualquier acción, de las habituales en tales contextos, puede adquirir relevancia planetaria de manera casi instantánea si logra atraer la atención o suscitar el morbo de los más de los que navegan por ese universo paralelo-cibernético.

Habitamos una película de ciencia ficción mientras conservamos prácticas antediluvianas en muchos otros órdenes de la vida colectiva. La política es un reducto de resistencia al cambio social.

A los diputados españoles se les otorgan, entre otras prebendas de dudosa conveniencia, Iphones y tablets que más que nada les sirven para regar el jardín de sus egos, pues la mayoría poseen cuenta en las redes sociales, donde, día sí, día también, aparecen barrabasadas de su puño y letra que nos ponen en la pista de en qué manos estamos. Diríase que la tecnología desnuda a los usuarios al potenciar su irreflexividad; en la inmediatez de los acaeceres, podemos acceder a lo que en realidad consideran acerca de determinadas cuestiones por más que luego se desdigan.

En cierto modo las tecnologías de las comunicaciones desnudan al común y al no tan común. En otro tiempo tardaban uno o dos días en revelarnos el carrete fotográfico, después sobrevino la revolución: “¡Revelados en una hora!”. Las fotografías estaban en nuestros álbumes y tenían acceso a ellas las visitas y poco más. Hoy, con las redes sociales, la gente posee álbumes digitales y de gran accesibilidad. Aunque dicha accesibilidad puede ser graduada, la gente se suele mostrar generosa cuando de airear determinadas intimidades se trata. En las redes sociales el ciudadano medio parece mostrarse más comunicativo y sociable que en el mundo eminentemente físico.

Apuntado lo anterior, cabe aseverar que todas estas revoluciones tan rápidamente bien adaptadas y asentadas entre nosotros no están sino conociendo las más frívolas utilidades salvo honrosísimas excepciones: por ejemplo, cuando una persona que va a trabajar a otro país tienen la opción de comunicarse con sus familiares a través de una web-cam, bienvenida sea la tecnología en este y otros casos. Ojo, no estoy demonizando el uso de la misma por cada cual para lo que considere oportuno siempre que no vulnere determinadas normas jurídicas o éticas, pero creo poder afirmar que es el momento de que se usen para cosas realmente serias, como la gestión de lo público.

No hay pautas ni itinerarios ni protocolos mediante los cuales los potenciales gestores acceden a la política. Es a través de la afiliación a los partidos como se suele tener acceso a cargos de relevancia política (o de lazos de amistad o de intereses). Estas organizaciones no surgieron por generación espontánea sino a través de un largo proceso en el que principiaron siendo asociaciones de notables para pasar, mediando industriales revoluciones, a transformarse en partidos de masas, cuyo precedente fueron los partidos obreros, brotados para articular los intereses de la clase trabajadora. Cuando los sistemas se fueron sofisticando surgiría el partido “atrapa-todo”, que en lugar de atender a unos parámetros ideológicos cerrados, oferta un más abierto abanico de posibilidades con la intención de atraer hacia sí cuantos más votantes que, a la postre, serán los que le permitan situar al mayor número de miembros en las instancias de la Administración para detentar el poder decisorio a través de los cauces legislativos.

Hoy se ha hecho patente el divorcio entre los representantes políticos y los ciudadanos; se acusa a los primeros de haberse sobreelitizado y de desatender a aquellos a los que se deben, además de malversar el crédito moral y crematístico puesto a su cuidado.

Así las cosas, el pueblo demanda una política más cercana, más accesible al ciudadano y mucho más allá de gestos cosméticos: como abrir dos días al año la Cámara Baja para que quien quiera ver los escaños haya de esperar durante horas.

Grandes capas poblacionales están desengañadas y ya no toleran a políticos vedette que se pasean, sobre todo cuando están en la oposición o en campaña, teatralizando empatía con los demandantes de tal o cual asunto. La gente quiere soluciones reales y en tiempo razonable, no palabras y más palabras vacías.

A estas alturas difícilmente pueden los partidos cumplir la función de legitimación del sistema cuando arrastran tamaño desprestigio.

Cualquier ciudadano, por el mero hecho de serlo, está habilitado para gestionar lo público de manera directa, sin intermediarios (que siempre suelen dar dolores de cabeza en todos los ámbitos).

Las actuales fórmulas que nos muestran los Iphones, las tablets y las redes sociales pueden ser una vía cierta de participación inmediata en política. Se pueden crear plataformas ad hoc para la participación colectiva en la gestión de lo común a todos. No se necesitarían partidos ni aspirantes a ser “profesionales de la política”; igual que nos reclaman para custodiar las urnas cuando hay elecciones, nos pueden reclamar para hacernos cargo de lo público-municipal, autonómico y estatal. Cualquiera con sentido común puede gestionar la cosa pública, no en vano en la actualidad hay gentes que carecen del mismo y llevan años encaramados en los altos cargos de responsabilidad política.

Se me antojan antediluvianos y rancios los mítines en los que el orador interpreta emotividad articulando ridículos aspavientos, tanto como rutinarios y estériles los debates parlamentarios.

Hace falta que todos estemos implicados de primera mano, que seamos exhortados a ello. Y, eso sí, que se nos controle a través de las tecnologías, por quedar todo ahí esclarecido de manera real.

Cualquiera podría dedicar siquiera media hora a los asuntos de política a través de su pantallita personal; podría atender a la evolución de los asuntos públicos, saber en qué se van a gastar las partidas públicas y expresar su acuerdo o desacuerdo, no pudiéndose llevar a término si la mayoría de los votantes telemáticos así lo estimaran en esos referéndums que, al ser telemáticos, podrían ser frecuentes.

Entre todos moldearíamos la gestión de lo nuestro.

Sin duda quienes están metidos en la actual lógica hasta el corvejón pondrán el grito en el cielo y buscarán todas las pegas imaginables y alguna que otra inimaginable, pero lo cierto es que todos estaríamos implicados de primera mano en la gestión pública. Asimismo el propio sistema serviría para encauzar demandas de distinta índole, ahorrándonos muchas protestas callejeras, pues el debate continuo estaría ahí.

En resumen, la cosa iría más o menos del siguiente modo: se irían eligiendo periódicamente gestores para los distintos rangos de la Administración Pública por tiempo determinado y por sorteo que gestionarían las políticas siendo fiscalizados constantemente por el resto, que podría, mayoritariamente, revocarlo si no actuase de forma acorde con la sensibilidad mayoritaria.

Desde luego que se podría matizar mucho el asunto, pero primero habría que tener vocación de ser todos responsables de lo de todos.

Tiempo ha tenido la clase política de demostrar su honorabilidad y buena voluntad, pero los hábitos al fin se han ido pervirtiendo no quedando a salvo de la putrefacción ninguna sigla, y es que el ser humano tiene pasiones y tentaciones; es susceptible de tenerlas en uno u otro momento o situación; lo que cabe por tanto hacer es ponerle muy difícil al que gestiona que pueda “pecar”.

El control férreo que otorgaría este sistema imposibilitaría en gran medida el latrocinio y el tráfico de influencias. Los concursos y las concesiones estarían convenientemente licitadas y supervisadas.

Como decía Bernard Manning, la representación fue una propuesta de carácter aristocrático que con el tiempo se ha ido consolidando e incluso se ha asimilado al concepto originario de democracia, pero solo concede al ciudadano un reducto de soberanía: elegir entre un número limitado de elites en lid.

La política en esencia es algo honorable, y su día a día es dinámico y cambiante, por lo que también es necesario que quien pertenezca a una comunidad política pueda dedicarse en un momento dado a su gestión hasta que acabe el mandato que le sea asignado tras ser elegido por sorteo entre todos los conciudadanos por un tiempo tasado y siendo susceptible de ser revocado si incurriese en determinadas prácticas indeseables.

No empleemos las nuevas tecnologías para ofrecer transparencia de manera sesgada. Utilicémoslas para posibilitar un verdadero autogobierno efectivo por parte de toda la ciudadanía.

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