19 marzo, 2024
Por Diego Vadillo López

Los sistemas políticos que actualmente rigen nuestro destino y el de los ciudadanos de los países de nuestro entorno, conocidos convencionalmente como “democracias”, en puridad no lo son, son sistemas representativos en los que dicha representación es llevada a cabo por un conjunto limitado de oligarquías (“poliarquías” las llamó Robert Dalh).

Los ciudadanos de los estados-nación de estos sistemas en su mayor parte occidentales no son otra cosa que consentidores encargados de discernir, mediante su voto, entre las ofertas que concurren en el “mercado” político.

En España, desde la instauración de la democracia, la dinámica ha venido siendo grosso modo la apuntada, congregándose las más altas cotas de representatividad en el Partido Popular y en el PSOE, quedando consolidado, así, un sistema bipartidista imperfecto. Tras las primeras legislaturas en que gobernara la UCD, el Gobierno lo han ostentado los dos partidos antes mencionados, desapareciendo la mencionada UCD (considerado un partido transicional), muchos de cuyos cuadros recalaron en su mayor parte en Alianza Popular (anterior marca del PP).

España ha superado las tres décadas de democracia, un tiempo en el que el sistema se ha estabilizado, quedando consolidados PP y PSOE como grandes órganos partitocráticos de representatividad política. Y precisamente ya consolidada y estabilizada nuestra “democracia”, justo antes de cerrarse la primera década del siglo XXI, sobrevino una crisis económica que aún perdura y cuyas demoledoras consecuencias en gran parte se han visto agravadas por la gestión de quienes han regido los destinos del país durante todos estos años. Echándose la vista atrás, no parece que muchos de los procedimientos empleados y de los parámetros seguidos fueran de lo más ventajosos para el grueso de la colectividad que, al fin, fue la que los dotó de la legitimidad para gestionar el patrimonio común, ese que, a tenor de las consecuencias, no parece que manejaran del modo más feliz.

Acuciados por las deudas, los desahucios o el paro, los casos de corrupción que hoy afloran son objeto de una condena que otrora no existió, o no con tanta intensidad, aunque las prácticas no distan mucho, lo que hace pensar que la ciudadanía era consentidora mientras, al menos, le dejasen a su alcance “el chocolate del loro”.

Ante lo arduo de las circunstancias, la política institucional ha quedado desnuda frente al colectivo ciudadano. Se ha retratado como conjunto de oligarquías que, malversando el dinero que es de todos, porque todos aportamos, realizan gestiones al servicio de sí mismos y de sus allegados, incurriendo en nepotismo, tráfico de influencias, malversación de fondos y demás prácticas ilícitas.

Dado el panorama resultan más sangrantes ciertas displicentes actitudes por parte de determinados detentadores de cargos políticos institucionales, que no hacen otra cosa que denotar la interiorización de un estado de las cosas viciado.

Parece mentira que los múltiples asesores con que cuentan no les avisen de la inconveniencia de comentarios del tenor siguiente: “Nosotros hemos traído o implantado la sanidad pública…”. “¡Faltaría más!”, podríamos contestar quienes contribuimos, con lo que se nos detrae, a sustentarlo tras demandarlo. Ellos, en lo concerniente a las llamadas “conquistas sociales”, meramente han hecho lo que tenían que hacer, y cobrándolo muy bien, por cierto. Y asimismo han hecho lo que no era lícito hacer, como va quedando patente a lo largo de estos años en los que han ido siendo reveladas gran número de corruptelas por parte de unos y otros.

En un tiempo en el que todo el mundo porta tecnologías con las que mantiene múltiples conversaciones al instante sobre los más insustanciales asuntos, parece mentira que no se pueda revocar a gestores incompetentes de manera “realmente democrática” y telemática.

En un tiempo futuro no muy lejano, estoy convencido, nuestros congéneres se sorprenderán cuando, echando la vista atrás, avisten el modo en que delegamos la gestión de lo común en una serie de asociaciones de personas congregadas en función de una serie de intereses personales, en buena parte espurios.

Con la política nacional ocurre algo parecido a lo que sucede con la presidencia de las comunidades de vecinos: nadie quiere responsabilidades, pero si se descubre que quien las ha asumido ha “metido la mano”, se monta una buena, enojándose sobremanera la vecindad.

Es asunto muy delicado el de la gestión de los dineros de todos, por ello habríamos de articular una fórmula mediante la que todos estuviéramos al tanto en tiempo real de su destinación a uno u otro asunto. Sería muy saludable tener conciencia de hacia dónde se destinan unas u otras partidas presupuestarias.

Se hace perentoria la participación directa de todos en lo de todos, no en vano siempre se me han antojado muy sospechas esas personas que tratan de convencernos para manejar nuestros dineros, cobrando, además, de ellos. Y cuando es sabido que han empleado los presupuestos conformados con la participación de todos para su medro personal, el sistema debería articular medios políticos para derivar a los malversadores a instancias judiciales independientes, y no elegidas por aquellos a quienes luego puede que tengan que juzgar. Porque esa es otra, la separación de poderes está claramente mermada. Nada atiende, en realidad, a un cierto sentido común; por ejemplo, el Defensor del Pueblo no es elegido por el pueblo que, a la postre, podría demandar su auxilio frente a los que efectivamente lo nombraron… y así muchas otras cuestiones.

Serían necesarios técnicos independientes, más que tecnócratas, que elaboraran unos medios tecnológicos que posibilitaran la información de la gestión política conforme esta se va desarrollando.

Puede ser complicado poner en marcha algo así, pero ya han quedado constatados los peligros de la representación política ausente de controles. Los programas políticos muy rígidos a lo mejor no son lo más adecuado en tiempos vertiginosos que exigen flexibilidad, y precisamente por eso sería conveniente y necesario ir consultando a la ciudadanía sobre medidas a seguir ante eventuales tesituras.

Sería interesante que el gestor de lo público tuviese que rendir frecuentes y cumplidas cuentas, como la mayoría de los trabajadores con altas responsabilidades.

Cualquier fuerza política que aspire a gobernar lo de todos ha de llevar a cabo, en una literalidad hasta ahora inédita, eso que se suele llamar hoy, delusivamente, “vocación de servicio”.

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